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El naufragio del vapor General Álava en aguas de la bahía de Santa Cruz de La Palma siempre estuvo envuelto en un velo de desconocimiento y confusión. Cuando los viejos pescadores hablaban del pecio, decían que eran “los restos del barco que quemaron los soldados que no querían ir a la guerra de Cuba”.
Este buque, de casco de hierro, considerado como el primer “cunarder”, había sido construido en 1855 en los astilleros Thomson, en Clydebank, con el nombre de Lebanon para cubrir la línea del Mediterráneo. Su estampa marinera era la propia de la época, enmarcada en una proa de violín y popa de espejo. Arbolaba tres palos y una sola chimenea entre el mayor y el trinquete.
Desplazaba 1.383 toneladas y eran sus principales dimensiones 83,16 metros de eslora total -77 entre perpendiculares-, 9,90 de manga, 7,70 de puntal y 6,10 de calado. Estaba propulsado por una máquina de vapor “compound”, de 280 caballos de potencia y 10 nudos de velocidad.
En 1859 el vapor Lebanon fue adquirido por la Armada española en un lote que incluía otros cinco buques de transporte -Tenerife, Taurus, Andes, Alps e Hibernia- y recibió el nombre de General Álava, estrenándose en la campaña de África con el transporte de soldados y material a través del Estrecho de Gibraltar.
En 1861 formó parte de la célebre expedición de Prim a Méjico, que recaló en Veracruz el 7 de enero de 1862. Napoleón III pretendía sentar en el trono a su protegido Maximiliano, pero el general Prim no era hombre capaz de colaborar en tal infamia y así le escribió al Gobierno de España: “Serán vanos los esfuerzos de la Francia, bien clara y francamente se lo he manifestado al emperador: la monarquía no se puede aclimatar en Méjico…”.
El 30 de octubre de 1863, un despacho telegráfico enviado desde Santander al ministro de Marina por el comandante de aquella ciudad, dice textualmente:
“El Álava está listo, la tropa se embarcará a las tres según lo acordado con el gobernador militar, y aun cuando no está completo los 688 que se marcaron, el capitán general de Burgos dice que no se aguarden”.
Si no se dispusiera de obra documental, se podría pensar que se trataba del embarque de 688 caballos debidamente marcados. Pues no, eran 688 hombres, mozos de 20 años que iban lejos de sus casas a defender los intereses de la Patria, que finalmente no llegaron a embarcar. El telegrama revela algo más. Las prisas. Las prisas con las que ya habían sido embarcados 805 hombres para un viaje de más de 3.000 millas por el Atlántico.
Otro dato curioso es el interés directo de la reina en la preparación del viaje. El barco se encontraba en La Coruña, adonde había arribado el 9 de octubre de 1863, procedente de Cádiz, reparando averías y al enviarle un telegrama a uno de los jefes encargados de dicha reparación, le significa “el agrado de S. M. por su celo”.
Desde el Ministerio de Marina se previno al capitán general de El Ferrol para que a la llegada del barco se le practicasen las reparaciones que necesitaba y se le preguntaba cuántos soldados podría transportar a La Habana. Desde Madrid se ordenó que se trabajase día y noche y se contestó enseguida diciendo que “se trabaja sin descanso”, lo que justificó el agrado y la felicitación personal de la Reina.
A pesar de las prisas, las calderas tenían serios problemas. El día 10 se preguntó desde Madrid en qué plazo de tiempo se podrían construir unas calderas nuevas, lo que no llegó a producirse, pues el 15 de octubre el buque fue inspeccionado y obtuvo el visto bueno a las obras realizadas. Un día después sólo faltaba por embarcar los víveres. El 17 se ordenó que fuera repostado con dos meses de provisiones y ese mismo día el capitán general de El Ferrol recibió otro telegrama ordenando la salida del vapor General Álava para La Habana con el transporte “que espera”.
Sin embargo, el barco salió el 21 para Santander con la instrucción de recoger en aquel puerto a los soldados y la orden anterior se la remite al comandante de Marina de Santander. Dos días después, el General Álava llegó a la capital cántabra con las calderas averiadas, debido a la marcha forzada de su máquina o a las pésimas condiciones en que se encontraba. Desde Madrid se previno al comandante de Marina “que se adopten las medidas más convenientes para la pronta y más perfecta reparación de la avería”.
Parece ser que al no disponer de tiempo suficiente para reponerle nuevas calderas se optó por una reparación, que el día 30 ya estaba hecha, pues en esa fecha, a las tres de la tarde, se procedió al embarque de los soldados “marcados” y al día siguiente salió para La Coruña, adonde arribó el 3 de noviembre, con la misión de embarcar al resto de la tropa que debía de llevar a Santo Domingo, vía La Habana, además de 2.500 fusiles y 2.000 sacos-tienda con destino a Puerto Rico.
Así lo pregunta en telegrama el ministro de Marina al comandante de Marina de Santander: “Pregunte al comandante del Álava si además del transporte que debe conducir a La Habana podrá embarcar en La Coruña dos mil quinientos fusiles que urgen enviar a aquel punto y dos mil sacos-tienda con destino a Puerto Rico. Contestación telegráfica inmediata”. La respuesta, de acuerdo con la premura, no se demoró: “El vapor puede llevar los fusiles y las tiendas pero será en la bodega y hay que acondicionarlos y preservarlos de la humedad”.
El vapor "General Álava", envuelto en llamas en la bahía de Santa Cruz de La Palma, donde acabaría hundiéndose
Ciento veinte años después, el director del Museo Naval de Santa Cruz de La Palma, José Feliciano Reyes -viejo y buen amigo-, pudo comprobar la existencia de este emparetado al descubrir enterrada, en el fondo arenoso donde descansan los restos del General Álava, una caja de fusiles que se encontraba perfectamente estibada sobre un trozo cilíndrico de madera de unos seis centímetros de diámetro.
En estas condiciones, el vapor General Álava zarpó de La Coruña rumbo a Puerto Rico y La Habana el día 5 de noviembre de 1863, al mando del teniente de navío Gabriel Pita da Veiga, que era el comandante del buque desde el 28 de octubre de ese mismo año y tenía órdenes concretas de hacer rumbo a las Islas Canarias, pero sin hacer escala para acelerar el viaje lo máximo posible.
Cuatro días después del comienzo del viaje, navegando con buen tiempo, la máquina funcionaba con normalidad pese a lo cochambroso de sus calderas. A las siete y media de la tarde del día 9, cuando se encontraba al Norte de La Gomera en la latitud 29º 26′ N, se advirtió un escape de gases de la carbonera de babor, que aumentó de forma alarmante.
La carbonera contenía unas 500 toneladas de carbón y cuando la escotilla se abrió se advirtió que la combustión provenía del fondo, en donde la temperatura era mucho más alta. Se procedió a tapar con mantas de lana las escotillas, dejando únicamente abierta la salida a la cámara de máquinas. Las crónicas de la época dicen que la tropa trabajaba con la mejor voluntad en todas estas faenas. Antes de proceder al cierre se intentó extraer el carbón de la carbonera afectada, pero las tareas fueron suspendidas al caer la noche, ya que el vacío creado unido al calor del tubo de vapor que pasaba por la carbonera, ocasionó una corriente de aire que hacía imposible continuar el trabajo.
Fue entonces cuando el comandante Pita da Veiga ordenó poner rumbo a Santa Cruz de La Palma. La decisión no era fácil, pues tenía La Gomera más cerca y buenas playas en el Sur de Tenerife para una varada de emergencia aunque, al parecer, en caso de necesidad, la tropa debía desembarcar en un puerto o en alguna playa al abrigo del NE dominante.
Lo cierto fue que decidió venir a Santa Cruz de La Palma, adonde el barco arribó el 11 de noviembre, al amanecer, dando fondo en su rada y dejando a popa la playa de Bajamar. Aunque no estaba al abrigo del NE, tampoco representaba un peligro para un desembarco masivo de soldados, en caso de necesidad.
Fondeado a la gira se procedió a un reconocimiento exhaustivo de la carbonera y los soldados, viendo al fondo la playa de Bajamar, tranquilizaron los ánimos. Durante el día, en los trabajos estuvieron a punto de asfixiarse cuatro hombres. A las ocho y media de la noche se mandó un bote a tierra para solicitar que al día siguiente estuviese un pailebote al costado del General Álava para desembarcar a la tropa, pero a las 11 de la noche el ayudante de Marina ordenó salir a todas las embarcaciones disponibles, pues había encendido un gran farol rojo, en señal de auxilio urgente. Entre tanto, a bordo del General Álava se había trabajado sin descanso para sacar las 500 toneladas de carbón de la carbonera afectada, y hasta aquella hora se habían retirado unas 200 toneladas, es decir, menos de la mitad, paralizándose los trabajos por la gran cantidad de calor y gases que desprendía.
Reunida la junta de oficiales y maquinistas, el comandante Pita da Veiga, siguiendo la decisión adoptada, ordenó poner en comunicación el tubo de la sirena del barco con el interior de la carbonera para inyectarle vapor de agua a presión. Preparado el tubo se encendió una caldera y se trabajó durante dos horas a una presión de unas cuatro atmósferas, comprobándose que el calor de los mamparos exteriores aumentaba hasta alcanzar los 230 grados Fahrenheit.
A las cinco de la madrugada del día 12 se ordenó el desembarco de la tropa con su equipaje en las embarcaciones que habían acudido en su ayuda, lo que se resolvió en cuatro horas y media sin incidentes dignos de mención.
Terminada esta operación pasó a bordo del General Álava el ayudante de Marina de Santa Cruz de La Palma y el comandante Pita da Veiga ordenó enfilar la proa del buque hacia la playa de Bajamar, en un fondo de arena, con el objeto de salvar todos los objetos posibles y anegarlo en un fondo de arena después de abrir las válvulas. Pero ese objetivo no se logró.
El buque, con la máquina en marcha y dando atrás enredó la hélice en un cabo y hubo necesidad de subir las velas de cuchillo para tratar de gobernarlo hacia la playa, hundiéndose finalmente en un fondo de unos diez metros. Esto ocurría a las cuatro de la tarde con el bergantín Amparo próximo a la borda del General Álava, procediendo toda la tripulación al trasbordo con algunos equipajes, víveres, los caudales de Hacienda y demás efectos personales. Apenas hora y media después, el personal contemplaba desde tierra la silueta del buque semisumergido con parte de la proa flotando y su arboladura al aire.
Aquella noche la mar comenzó a picarse y la popa quedó anegada por el agua, y aunque al día siguiente -viernes, 13 de noviembre de 1863-, se había proyectado su reflotamiento, el aspecto que ofrecía al amanecer era desolador: la fuerza de la marejada había partido el buque en dos y su aparejo, velamen, chimenea, eran un amasijo de hierros, cabos y palos. Todo había terminado.
El alcalde de Santa Cruz de La Palma, en unión de algunos concejales y vecinos de la ciudad, así como el gobernador militar interino y el ayudante de Marina, proveyeron a la expedición del General Álava de los víveres necesarios, entrando, dice la crónica de Juan B. Lorenzo, “de tienda en tienda con los soldados destinados a hacer las compras, impidiendo así que los artículos de primera necesidad subiesen de precio en perjuicio del pueblo”.
Mientras tanto, en Santa Cruz de Tenerife corrieron “las más absurdas voces” acerca del trato dispensado en la capital palmera a los soldados del General Álava. Conocida la noticia, en Santa Cruz de La Palma se produjo un gran revuelo y malestar.
El día 22 de noviembre arribó el pailebote General Prim, en el que viajaba el segundo comandante de Marina, quien determinó que se habilitasen algunos buques surtos en la bahía -Rosario, San Miguel y Amparo- para el traslado de la tropa a Tenerife. Al día siguiente apareció la polacra española Gravina, con la misma finalidad y el día 24 arribó el vapor británico Speedwell, cuyo capitán manifestó que había acudido en ayuda de los náufragos como un acto humanitario.
Al día siguiente, cuando unos buzos se ocupaban de extraer el armamento del buque siniestrado, uno de ellos sufrió un accidente que le causó la muerte. El cadáver fue recuperado cinco días después, recibiendo sepultura en el cementerio católico de la ciudad. Por último, en la mañana del 9 de diciembre arribó el vapor de guerra Concordia -comandante teniente de navío Gabriel Campo-, con cuatro buzos que consiguieron rescatar 36 cajas de fusiles, varios de ellos sueltos.
Para tratar de olvidar las penas, la oficialidad del Batallón provincial celebró una fiesta en la noche del 13 de diciembre, en la casa del capitán Francisco García Pérez, a la que asistieron los jefes y oficiales de los buques General Álava y Concordia “con un brillante baile y un espléndido refresco”.
Publicado en DIARIO DE AVISOS, 22 de agosto de 2004
Foto: Dibujo del capitán Francisco Noguerol Cajén (Santa Cruz de La Palma)